Marcelo Stubrin se destacó en las luchas contra las dictaduras. En Santa Fé contra Onganía y luego en la Ciudad de Buenos Aires, frente al Proceso. Uno de los fundadore de Renovación y Cambio, estuvimos juntos en el Congreso de la FUA de 1969 y por rescatarla del sectarismo. Estudioso de la cosa política fue un Diputado Nacional que brilló en el recinto y el trabajo cotidiano. A él le pedimos esta nota y su contenido aporta recuerdos, valores y nuevos desafíos.
Se abrieron las puertas del Congreso que habían permanecido cerradas durante la Dictadura. Una ridícula parodia llamada CAL (Comisión de Asesoramiento Legislativo) había ocupado el edificio durante siete largos años. La CAL tenía, también una proporcionalidad, estaba integrada por la misma cantidad de oficiales superiores de cada una de las tres fuerzas armadas. Suena ridículo, pero es cierto. Los delirios a que nos había llevado el poder militar, no tenían límite. Les mandaban proyectos que consideraban de “significativa trascendencia”; el recinto de la deliberación y el diálogo, el ámbito de las denuncias y los consensos se había convertido en un cuartel en el que reinaba el silencio disciplinario de la jerarquía castrense.
Los legisladores nacionales electos el 30 de octubre de 1983, éramos objeto de curiosidad ciudadana. El radicalismo basó su campaña en el concepto de democracia participativa, y había que llevar a cabo la tarea. Pero el Congreso, como una pequeña réplica de la sociedad toda era heterogéneo, complejo e inexperto.
Los primeros desafíos fueron nítidos y estimulantes, las iniciativas parlamentarias del gobierno de Alfonsín, nos llenaron de orgullo. Un peronismo confundido no atinaba a cicatrizar la derrota, sin embargo las pulsiones democráticas, entonces exacerbadas, dieron sus frutos y las misiones centrales se cumplieron con la colaboración de la oposición.
Derogación de la Ley de Autoamnistía, Reformas al Código de Justicia Militar, al Procedimiento Penal para juzgar los militares, Aumento de la pena a los Torturadores, Aprobación de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos que no había suscripto la Argentina. Así empezamos.
Fue el comienzo de una larga lista de asuntos que se trataron con entusiasmo y el lógico nerviosismo de las horas en que un régimen político naciente, tenía que demostrar cada noche que era posible un nuevo amanecer. No obstante, se derrotó rápidamente el escepticismo sobre la prosperidad del emprendimiento democrático. Este había llegado para quedarse, lo sabrían desde entonces los partidarios, los adversarios y los enemigos.
El parlamento, era una caldera cuya combustión se alimentaba de nuestro entusiasmo y de un peronismo aturdido y sin rumbo. Pero muy pronto, llegó la primer decepción popular: El senador de Neuquén – provincia en la que Alfonsín había arrasado en las urnas- volcó a favor del gremialismo el debate sobre la Ley Sindical. Corrían los primeros meses de 1984 y el juego democrático había dejado su primera enseñanza. El flamante gobierno, que gozaba de una abrumadora simpatía popular, había perdido su primera batalla frente al desprestigiado gremialismo de la época.
Llegaron otras lides en que fuimos victoriosos, las que permitieron la viabilidad económica y financiera de la Nación, la problemática aprobación del Tratado de Paz y Amistad con Chile, la Ley de Matrimonio Civil y de Patria Potestad Compartida, todas tuvieron oponentes, sinceros y de los otros. Esa era la impronta novedosa del nuevo régimen político, había que debatir, no habría, en adelante, dueños de la verdad, ni de la vida de las personas.
Las sesiones, sobre todo en la Cámara de Diputados, eran interminables. Todos querían participar. Los taquígrafos quedaban extenuados, todos deseaban dejar su impronta en los primeros debates parlamentarios. El trabajo se hizo con corrección y esmero, el presidente y su gabinete esperaban ansiosos el resultado de las votaciones y participaban
emocionalmente de las deliberaciones. Las horas no alcanzaban para estudiar, prepararse y estar a la altura de las circunstancias.
Pero, sin duda el tono épico de la época, estaba basado en que hasta entonces los golpes militares eran inexorables, simplemente llegaban con los primeros desgastes de gobiernos débiles o intencionalmente debilitados, así que debíamos desmentir la profecía. Lo hicimos, a pesar de que pronto llegaron nuevas decepciones de toda especie. Hoy podemos confirmar lo evidente, la democracia llegó veinticinco años atrás para quedarse, pero que está incompleta. ¿Cuánto vamos a demorar en recuperar el talante épico de nuestras luchas, no es tan importante completar la democracia como la misión que tuvimos entonces?
Los legisladores nacionales electos el 30 de octubre de 1983, éramos objeto de curiosidad ciudadana. El radicalismo basó su campaña en el concepto de democracia participativa, y había que llevar a cabo la tarea. Pero el Congreso, como una pequeña réplica de la sociedad toda era heterogéneo, complejo e inexperto.
Los primeros desafíos fueron nítidos y estimulantes, las iniciativas parlamentarias del gobierno de Alfonsín, nos llenaron de orgullo. Un peronismo confundido no atinaba a cicatrizar la derrota, sin embargo las pulsiones democráticas, entonces exacerbadas, dieron sus frutos y las misiones centrales se cumplieron con la colaboración de la oposición.
Derogación de la Ley de Autoamnistía, Reformas al Código de Justicia Militar, al Procedimiento Penal para juzgar los militares, Aumento de la pena a los Torturadores, Aprobación de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos que no había suscripto la Argentina. Así empezamos.
Fue el comienzo de una larga lista de asuntos que se trataron con entusiasmo y el lógico nerviosismo de las horas en que un régimen político naciente, tenía que demostrar cada noche que era posible un nuevo amanecer. No obstante, se derrotó rápidamente el escepticismo sobre la prosperidad del emprendimiento democrático. Este había llegado para quedarse, lo sabrían desde entonces los partidarios, los adversarios y los enemigos.
El parlamento, era una caldera cuya combustión se alimentaba de nuestro entusiasmo y de un peronismo aturdido y sin rumbo. Pero muy pronto, llegó la primer decepción popular: El senador de Neuquén – provincia en la que Alfonsín había arrasado en las urnas- volcó a favor del gremialismo el debate sobre la Ley Sindical. Corrían los primeros meses de 1984 y el juego democrático había dejado su primera enseñanza. El flamante gobierno, que gozaba de una abrumadora simpatía popular, había perdido su primera batalla frente al desprestigiado gremialismo de la época.
Llegaron otras lides en que fuimos victoriosos, las que permitieron la viabilidad económica y financiera de la Nación, la problemática aprobación del Tratado de Paz y Amistad con Chile, la Ley de Matrimonio Civil y de Patria Potestad Compartida, todas tuvieron oponentes, sinceros y de los otros. Esa era la impronta novedosa del nuevo régimen político, había que debatir, no habría, en adelante, dueños de la verdad, ni de la vida de las personas.
Las sesiones, sobre todo en la Cámara de Diputados, eran interminables. Todos querían participar. Los taquígrafos quedaban extenuados, todos deseaban dejar su impronta en los primeros debates parlamentarios. El trabajo se hizo con corrección y esmero, el presidente y su gabinete esperaban ansiosos el resultado de las votaciones y participaban
emocionalmente de las deliberaciones. Las horas no alcanzaban para estudiar, prepararse y estar a la altura de las circunstancias.
Pero, sin duda el tono épico de la época, estaba basado en que hasta entonces los golpes militares eran inexorables, simplemente llegaban con los primeros desgastes de gobiernos débiles o intencionalmente debilitados, así que debíamos desmentir la profecía. Lo hicimos, a pesar de que pronto llegaron nuevas decepciones de toda especie. Hoy podemos confirmar lo evidente, la democracia llegó veinticinco años atrás para quedarse, pero que está incompleta. ¿Cuánto vamos a demorar en recuperar el talante épico de nuestras luchas, no es tan importante completar la democracia como la misión que tuvimos entonces?
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