miércoles, 30 de julio de 2008

Nota 154: MI AMIGO ENRIQUE VAZQUEZ, DE NUESTRO AMIGO MUERTO

Osvaldo Alvarez Guerrero
Enrique Vazquez (Periodista)
He leído con avidez y emoción las muy variadas notas evocativas de Osvaldo Alvarez Guerrero, y he escuchado las despedidas de sus amigos, familiares y correligionarios, el lunes al mediodía, en el Comité Nacional de la Unión Cívica Radical (dicho sea de paso: me gusta escribir el nombre entero del partido, para que no quede reducido siempre a una sigla marquetinera y para que cada palabra signifique lo que su fundador quiso que significara. Esto forma parte del homenaje, porque Osvaldo Alvarez Guerrero era un radical más inclinado hacia Leandro N. Alem que hacia Hipólito Yrigoyen. ¿Queda claro?)

De Osvaldo podría evocar muchas cosas: su amor por Praga –la Praga socialista e incluso la presocialista, la de Kafka-; sus pantalones siempre a punto de caerse y una elegante negligencia en el vestir; su desprecio por la medianía de los habitantes de Viedma, la ciudad de los empleados públicos; su voracidad por la lectura; su comprensible machismo y su esfuerzo por moderarlo; su capacidad para adaptarse del conurbano a la Capital, de la Capital a la cordillera, de la cordillera al valle y por fin de vuelta a la Capital, sin más equipaje que sus libros; y una compartida admiración por esa síntesis entre Sartre y Malraux que fue Albert Camus.

De hecho, OAG tenía una frase de Camus entre el vidrio y la cubierta de madera de su escritorio en la Cámara de Diputados: “Lo que importa no es tanto cómo ni por qué hay que combatir, sino saber que hay que combatir”. Puede haber sido de La Peste o de cualquier editorial de Combat. Pero lo cierto es que se trataba de una frase-guía, puesta donde todos los días la iba a ver.

En el ’90 publicamos una revista de resistencia ideológica a la alianza liberal-peronista (éramos un grupo de amigos: OAG, Campero, Lafferriére y tres matrimonios –los Balige, los Alvarez y los Campaninni) pero “Relatos de hechos e ideas” sólo llegó al Nº 3 por un desastroso cálculo administrativo. Sin embargo, las notas publicadas por OAG en esos números son todavía hoy motivo de análisis y debate, porque exponen problemas no resueltos por la sociedad argentina ni por sus dirigentes.

Claro que el aporte de OAG hubiera sido incompleto, de haberse quedado en el plano (fundamental) de lo teórico. Por aquellos años del furor privatista, en que la palabra “empresa” sonaba a más importante que “persona”, una empresa de telefonía o televisión paga tendió un cable frente a la ventana del comedor de la casa familiar de OAG en Bariloche. Yo estuve en esa casa: una casa de madera, sencilla (y cuando digo “de madera” no quiero decir “cabaña de troncos”, sino casita de madera machimbrada, muy bonita, muy cálida, muy familiar, con cortinitas encantadoras en las ventanas y una bellísima vista de la ciudad y, al fondo, el lago. Estaba como saliendo hacia el circuito alto pero en plena ciudad de San Carlos de Bariloche. OAG mandó cartas documentos y no le dieron bola; hizo un juicio y tampoco le dieron bola… hasta que llegó a la Corte Suprema de Justicia y se convirtió en el primer ciudadano argentino que obtuvo reparación plena por la reivindicación de esos derechos que los abogados llaman “difusos”. Las empresas de telefonía y televisión NO tienen derecho a tirar los cables por donde quieren, sino bajo tierra; y si el tendido de cables aéreos obstruye la perspectiva visual de una persona, tienen que indemnizarla.

Justamente a raíz de la defensa de los derechos colectivos y de la “cosa pública”, OAG sufrió la primera demostración concreta, en la práctica, de esa éntente que no tuvo nada de antinatural entre liberales y peronistas. Fue a raíz de un proyecto de Ley de Radiodifusión que había presentado en su carácter de presidente de la Comisión de Comunicaciones de la cámara baja. En 1989, triunfante Menem y acordado el traspaso “civilizado” del poder, se votó en comisiones el proyecto de OAG: se impuso por 29 votos contra 28 del “proyecto unificado” de Carlos Grosso y María Julia Alsogaray. El proyecto del Flaco decía en su artículo 1º: “La comunicación social es un servicio público esencial, cuya titularidad corresponde al Estado”. Ese texto nunca llegó al recinto, o sea al plenario de la Cámara, y fue cajoneado hasta que perdió entidad parlamentaria. Es bueno recordarlo ahora que se reclama una Ley de Radiodifusión que reemplace a la 22.285 de la dictadura y los legisladores de la Unión Cívica Radical no saben qué decir al respecto.

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